Quiero compartirles una historia personal que considero ayuda a explicar nuestra falta de efectividad al momento de plantear cambios en los modelos, los paradigmas, de las estructuras organizativas de la Iglesia. Les confieso que puedo estar terriblemente equivocado. Les confieso que no tengo ningún interés personal, ni de lograr “fama” o prestigio, ni, mucho menos, menoscabar la fama o prestigio de ninguna persona nacida o por nacer.
Por largos años fui estudiante del devenir histórico de Puerto Rico. En mi interés por conocer los antepasados, la existencia heredada, las condiciones presentes y las posibilidades futuras, dediqué largas horas, días, años y esfuerzos al estudio de la historia de Puerto Rico. Una de las áreas de mayor interés fue entender por qué existía tanta disparidad, diferencia, entre el proceso de desarrollo social de Puerto Rico (y, en esencia, de toda América Latina) con respecto al desarrollo social del Norte América.
En el proceso de estudiar este fenómeno, que se ha utilizado para deshonrar y humillar nuestra nacionalidad, descubrí que existe una teoría que ayuda, en parte, a explicarlo. Es la teoría de Stanley & Stanley, dos historiadores británicos que se dieron a la tarea de encontrar explicaciones al mismo problema.
Según esta teoría, la disparidad se debe, en parte, a “la herencia colonial.” Mientras Norteamérica fue colonizada por la Gran Bretaña, cuna de la revolución industrial y el desarrollo del capitalismo; Suramérica (a excepción de Brasil), fue colonizada por el imperio decadente, retrogrado, de la monarquía moribunda de los Reinos de Castilla y Aragón (a los cuales les tomaría otros dos siglos en advenir al Renacimiento y llamarse finalmente “España”.)
Este imperio decadente mantuvo a sus colonias en ultramar por cuatros siglos (en el caso de Cuba y Puerto Rico) con el único sistema administrativo posible: “la centralización.” España tenía que mantener control de todo lo que entraba y salía de sus colonias. Para lograrlo, desarrolló un sistema que dependía de la confianza en la persona, el individuo, que se colocaba a cargo del gobierno y sus instituciones. Algunos de estos cargos fueron vendidos y algunos eran “de por vida” (vitalicios). Algunos cargos eran hereditarios, se podían pasar de padres a hijos. De esta manera se mantenía un control extraordinario.
Otra manera de mantener este tipo de control lo fue la creación del sistema de sellos notariales y sellos de rentas internas. Todavía hoy se practica que, para darle oficialidad a un documento o transacción, haya que “comprar” un sello. Un resultado evidente de este sistema de gobierno y de administración “a ultramar” fue la “personificación” del oficio público y el control.
La herencia colonial española nos legó una impresión equivocada de lo que significa “el cargo público.” Realizar una buena labor en la gestión pública representaba un logro personal, es decir, de “la persona.” De ahí que toda persona que se involucra en un cargo público, piense que lo importante es “quedar bien”. Es decir, “es cuestión de imagen.” Si la gestión resulta insuficiente o mediocre, la persona “el líder” queda desprestigiado y desprovisto de ninguna oportunidad de aprender a hacerlo mejor.
Algo similar ocurre con las instituciones no-gubernamentales, no-públicas. Hemos copiado el sistema público para exaltar al ser humano y no la gestión “pública” (que de por sí implica a un grupo de personas.) Al centralizar la atención en “el individuo”, la persona, hemos perdido la oportunidad de replicar los estilos que pudieron haber dado resultado, por aquello del “qué dirán”; de que “lo hizo igual que fulano.”
Vivimos en un sistema de valores que se ha colocado al revés del Reino de DIOS. Cuando se supone que sirvamos, exigimos beneplácito y fama, reconocimiento y reverencia. Cuando se supone que formemos un “Equipo de Cristo” para dar testimonio de que ÉL nos invita a regresar a la casa, al hogar paternal; nos comportamos como “hermanos mayores.” Cuando se espera que allanemos, enderecemos, preparemos el Camino para que todos y todas se puedan encontrar con el Padre regresando a casa, nos comportamos como capataces y “alter-egos,” “jefecitos,” como “dueños de la casa.”
Debemos aprender del Siervo Sufriente, Cristo. Su efectividad no dependió de quiénes dirigían, de quiénes trabajaban como líderes religiosos, sino de servir. Su efectividad recae, todavía hoy, en el hecho de que EL quiere que todos y todas sus discípulos seamos del “Equipo de Cristo” y lo que desea es que los demás experimenten lo que nosotros y nosotras hemos experimentado. Para eso vino Jesús, para mostrarnos, con su ejemplo de SERVICIO, El Camino de regreso a la Casa de Papá. Sublime Gracia que me alcanzó...en el Camino...
Nadie se llame a engaño: si queremos crecer en el Reino de DIOS tenemos que servir, servir, servir. Recuerde: “hay personas que no viven para servir y, por lo tanto, no sirven ni para vivir.” “El que sirve, sirve y el que no, no sirve.” Si Jesús mismo dice que no vino para ser servido, sino para servir, ¿Cómo pues pretendemos nosotros convertir a los demás y hasta a DIOS mismo en siervos nuestros? Es al revés: tenemos que servir a los demás, y haciendo esto, servimos a DIOS. ¿Amén? ¡Amén!
Pastor Juan G. Feliciano-Valera